jueves, 6 de septiembre de 2012

Cap 1

El sol comenzaba su descenso hacia el horizonte y el viento no mecía los pastos de las praderas, no había pastos. El invierno aun no había llegado a su fin. Este año parecía haberse quedado en las highlands un poco más. El frio viento y las nubes amenazando tormenta no querían abandonar aquellas tierras. Algo las seguía reteniendo un poco más y Anthony McKlain sabía qué era ese algo, quién era ese algo, lo que no sabía, y eso le preocupaba, era el porqué.
Durante los últimos días, mientras cabalgaba entre las aldeas del clan, había oído a los aldeanos lamentarse del largo invierno. Hacía semanas que el tiempo debía haber cambiado, casi no quedaban pastos para el ganado, los víveres almacenados para el invierno casi se habían terminado. La situación comenzaba a ser preocupante. Era bien conocido por todos el mal tiempo de Escocia pero aquello ya era extraño.
El joven McKlain y  doce de sus mejores guerreros cruzaban la última aldea antes de llegar a casa, cuando una niña  vestida con ropas harapientas y malolientes abordó su caballo. La montura ni siquiera se movió cuando la cría se agarró a su pata, a penas si alcanzaba la bota de Anthony que colgaba de la silla.
—El señorito McKlain ha vuelto, él traerá la dicha – gritó la pequeña, sin soltar la pata del caballo.
Inmediatamente una mujer algo mejor vestida se acercó a la niña y con la cabeza baja, le habló.
—Perdone mi señor — la mujer quiso retirar a la niña que seguía agarrada a la montura, pero esta se aferraba a ella como si fuese su salvación – empieza a escasear la comida.
No lo has visto, siempre que él vuelve sale el sol – insistía la niña, hablando con la cara pegada a la pata del enorme corcel de guerra –. Señorito no se vuelva a ir. No nos abandone más.
—No digas esas cosas, él no puede hacer nada. Nadie manda sobre el tiempo— le reprendió la mujer a la niña. Volvió la cabeza hacia Anthony y sin mirarle se disculpó —.  Perdone la insolencia de mi hija, será castigada si lo deseáis.
—Déjala ir…
Por que castigar a alguien que decía la verdad”, pensó Anthony.
Nadie mandaba sobre el tiempo, nadie mandaba sobre el tiempo…
—¿Dónde estás? —  se preguntaba Anthony cada vez más preocupado.
Llevaba varios meses fuera de casa. Meses en los que las contiendas con los ingleses no le habían dejado mucho tiempo para pensar en ella. Aún les quedaba una noche más antes de llegar a la fortaleza del clan, a su casa. Entonces averiguaría lo que estaba pasando.
Pero una extraña sensación estaba recorriendo  su cuerpo. La preocupación empezaba a martillear su cabeza. Ya no era una inquietud normal, cada poro de su piel desprendía ansiedad.
Desmontaron a la salida del pueblo. Él y sus hombres pasarían la noche allí, en un cobertizo. El cielo aseguraba tormenta y sus hombres no se merecían dormir a la intemperie una vez más. Las noches en el campo de batalla ya habían terminado y los pocos guerreros que aun le acompañaban le seguirían hasta Stongcore. El resto se habían ido quedando en las aldeas que atravesaban.
Como hijo del señor de aquellas tierras, tenía el deber de dejar a los guerreros que le había acompañado en las batallas y arriesgado su vida bajo el estandarte de los McKlain, en sus respectivas aldeas.  
Entre los deberes del hijo y heredero del laird,  también  se encontraba comunicar las bajas entre sus filas. En ese caso debía asegurarse de que la familia del difunto tenía medios suficientes como para salir adelante. Como hijo del jefe del clan debía garantizar el bienestar de su pueblo y aun más el de las familias de los soldados que combatían a su lado.
Los hombres habían estirado en el suelo, sobre la paja, el manto McKlain y esperaban tendido sobre él a que las mujeres de la aldea trajesen comida. Minutos más tarde aparecieron varias mujeres portando platos con carne asada, mendrugos de pan y vino.
—Siento que no sea mucho, pero ya apenas tenemos comida, señor – se disculpó la mujer. Las demás permanecían apartadas con la cabeza baja sin levantar la mirada.
—Es suficiente. No te apenes mujer. Gracias por compartirla con nosotros.
—Gracias por su benevolencia. Nos alegramos de su vuelta.
Las mujeres abandonaron el establo y los hombres comenzaron a comer y a beber con ansia.
Anthony permanecía de pie mirando por la ventana hacia el cielo.
“Algo no marcha bien, el invierno no se va y las aldeas están sufriendo penalidades. Donde estas…”
                                                            

******
—Mi lady vuelvo a hacerle el mismo ruego de las últimas semanas, por favor debe comer. Deje de llorar y coma algo – la doncella se volvió hacia la enorme cama que presidia la habitación. Su lecho estaba vacío. Nadie había dormido en ella nunca. Sentada en el suelo, a los pies de la cama, había una joven llorando. La doncella le apartó los cabellos rojizos de su rostro y los mantuvo entre sus dedos para verle la cara, pálida, sus ojos rojizos del llanto y esas lágrimas… unas lagrimas que no paraban de caer.
La criada, apenas una niña, había rezado y rogado al cielo por que su joven ama dejara de llorar al menos mil veces en las últimas semanas y sin resultados. No entendía como no había muerto, no comía, no se movía, solo lloraba y lloraba. Un día se sentó a los pies de la cama, se agarró las rodillas, ocultó su rostro entre ellas y comenzó a llorar. Llevaba así desde entonces, no había parado ni para comer, ni dormir, hasta sus necesidades biológicas había desaparecido, solo lloraba, a veces, el llanto se oía por toda la torre, incluso las personas que paseaban por la calle se paraban a escuchar. Otras, solo era un sollozo, pero nunca cesaba.
La joven sirviente seguía suplicando  aunque ya no estaba segura ni siquiera de que la oyera. Sin embargo, resuelta a no abandonar a su ama, seguía insistiendo. Como cada vez, colocó la bandeja con la comida en el suelo junto a ella y abandonó la habitación con la triste certeza de que cuando volviera, la comida seguiría intacta. No había probado bocado en las últimas semanas y nada hacía presagiar que esta vez fuera diferente.
Cuando la puerta se hubo cerrado, sabiéndose sola, levantó la cabeza y miró hacia el cielo a través de la ventana.
—Apenas me quedan fuerzas… — susurró —  espero que entiendas, no puedo hacer más.
Tras aquellas leves palabras, su llanto se hizo más fuerte. Tan fuerte que los aldeanos que pasaban bajo la torre, elevaron una plegaria al cielo por el alma de aquella mujer.
Después el silencio se adueñó de todo  durante unos momentos antes de que volviera a llorar. 


*****


Anthony caminó hacia la puerta, absorto en sus pensamientos. El frio viento golpeó su rostro al abrir la puerta, como una bofetada. Meció su abundante y ondulado cabello negro, gotas de lluvia salpicaron su rostro y el trueno le estremeció. Un escalofrío recorrió su metro noventa de estatura, y sacudió su musculoso cuerpo.
El invierno era su tristeza, el viento le trajo su llanto, la lluvia sus lagrimas y el trueno su dolor, estaba seguro de ello, no era delirio.
—Greg —  gritó. Un hombre fuerte y de tez oscura se levantó de un salto y corrió hacia afuera. – Asegúrate de que los hombres coman y descansen y seguid el camino en cuanto amanezca.
—¿Qué vas a hacer? – le preguntó.
—Tengo que volver a casa esta misma noche. – la voz de Anthony sonó alterada aumentando la preocupación de su amigo.— Quédate con ellos y asegúrate de que no se metan en líos. Nos vemos mañana.
Ni uno pidió explicaciones ni el otro las dio, con los años habían aprendido a hablarse sin palabras, a confiar el uno en el otro. Greg había aprendido a creer en las corazonadas de Anthony y a no pedir explicaciones.
         Anthony McKlain volvió a montar su corcel.
—Ya sé que estas cansado, pero ahora te necesito – le  habló al caballo— Corre cuanto puedas, llévame a casa.
Hombre y bestia, pasaron a formar un solo ser, una unidad  desapareciendo en la oscuridad de la noche. No había luna, y si la había, la negrura de las nubes no la dejaban salir. No obstante, tampoco la necesitaban.
Trueno conocía bien el camino de vuelta a la fortaleza McKlain, no necesitaba la luna para ver, galopaba en la oscuridad. Ahora no estaban solos, su presencia se hizo notar en la inmensa oscuridad que lo cubría todo. Sintieron el viento cambiar de dirección y ahora, parecía empujarlos para acelerar su paso.  
   “Ya vamos a tu encuentro”
Cabalgaron toda la noche sin descanso, el viento a su favor y la lluvia en su contra…, sus lágrimas.
Comenzaba a amanecer y aun no se veía Stongcore. El cansancio comenzaba a doblegar sus fuerzas.
“Una colina más y la veremos aparecer. Animo muchacho, ya es nuestro.”
Trueno hacía rato que había aminorado la marcha, necesitaba descanso, dos días de marcha  y la tormenta estaba haciendo mella en él.
Como Anthony había prometido, tras la próxima colina apareció Stongcore. Una edificación imponente de piedra gris, rodeada por una enorme muralla. La fortaleza pertenecía al clan McKlain desde hacía ya siglos, cada laird había aportado algo a la edificación, la muralla que ahora rodeaba la parte sur era obra del actual laird, el padre de Anthony. Las contiendas con otros clanes le había hecho fortificar los puntos débiles, El laird Kennet había sido un joven guerrero dispuesto siempre para la batalla, ello había hecho que las tierras del clan prosperaran de manera notable. Los años le habían hecho volverse más tranquilo, aunque seguía siendo un hombre de armas tomar, aun provocaba temor con tan solo levantar la voz.
 Actualmente las esperanzas de Stongcore estaban puestas en Anthony, había sido entrenado en el campo de batalla, e instruido en las obligaciones de un laird para con su clan. En los años que el clan McKlain llevaba en paz, se le había permitido unirse al ejército de  Robert Bruce y aumentar así su entrenamiento. La fama adquirida como guerrero temerario le había convertido en un héroe para los aldeanos de las Highland y un atractivo partido para los laird vecinos con hijas casaderas.  
Anthony detuvo a Trueno sobre la colina. Necesitaba ver de lejos la fortaleza y comprobar si algo sucedía en ella. El puente levadizo estaba bajado, la fortaleza no corría peligro. Si todo estaba en orden, estaba enferma.
Con el pensamiento en la mente incitó a Trueno a agotar sus últimas fuerzas y llegar cuando antes a casa.
Los guerreros que vigilaban en la muralla rompieron a gritos y vítores cuando Trueno cruzó a galope el puente y se detuvo en la plaza frente a la puerta principal. Ignorando toda bienvenida y cegado por la desesperación, se abrió paso entre los habitantes del interior de la muralla que comenzaban a amontonarse a su alrededor para  mostrarle su alegría por su vuelta. Para él no había vítores, ni gritos de alegría, su corazón estaba contraído por la preocupación, por el miedo. Anthony corrió hacia el interior de la casa.
Nadie le esperaba, nadie sabía que estaba en tierras del clan.
Kennet McKlain, el señor del clan y padre de Anthony se apresuró a su encuentro, emocionado por tan repentina aparición de su hijo. El joven McKlain ni siquiera le vio, su mirada, su preocupación, su ira, su desesperación estaban fijas en las escaleras de la torre, nadie bajaba a verle, no se oyeron pasos. Tras unos segundos de espera, segundos que parecieron horas, corrió escaleras arriba.
—Anthony – gritó Kennet. No hubo respuesta y corrió tras su hijo. No entendía que pasaba. Un fuerte golpe le hizo detenerse.
Anthony estaba de pie frente a una puerta destrozada en el suelo.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? – preguntaba frenético.
—Aquí no. Las noticias vuelan. Está en su nuevo hogar. – le contestó su madre. – Me alegro de tenerte en casa.
— ¿Y tus hombres? ¿Han caído en batalla? – las preguntas brotaban de la boca de su padre una tras otra sin descanso, la vuelta de su hijo solo le había preocupado.
—Mis hombres están bien, ha habido solo una baja. Pero ¿dónde está ella?

Margaret McKlain alzó los brazos para abrazar a su hijo, la euforia la embargaba y Anthony ni se inmutó. Margaret abrazó a una piedra.
—Está en el clan McDouglas. Pronto será la esposa de Liam McDouglas.
Los ojos de Anthony se encendieron como llamas por la furia que albergaba. No quería pensar, no podía pensar, la furia no lo dejaba pensar, crecía y crecía en su interior. Varios truenos sonaron en la lejanía, truenos ahora distantes.
“No temas, pequeña, todo se arreglará. Te lo prometo y sabes que Anthony McKlain no rompe una promesa”.
—Anthony, ven conmigo, tenemos que hablar. – la suave voz de su madre le trajo de vuelta  — yo te lo explicaré.
—No es tiempo de esas tonterías. Necesito hablar con él.
—No voy a ningún lado hasta que alguien me explique. – demandó Anthony a gritos.
—Cálmate, hijo mío. No puedes hacer una escena.
—Madre habla… Padre que locura has cometido. – Anthony apenas podía articular palabra, la ira le estaba consumiendo.
—Kennet, dame dos minutos con él. —  suplicó su madre.
—Acaba pronto, mujer, quiero hablar con él. Daré las órdenes para que prepararen la comida de bienvenida.
Margaret McKlain, era una dulce mujer de cabellos blancos a pesar de no ser muy mayor de edad. Su piel era suave y sonrosada y las arrugas comenzaban a marcarse. Su voz era especial, transmitía dulzura y serenidad.
—Trae algo de comer – ordenó a una joven que se cruzaron en el camino.
—No quiero comer, quiero saber donde está
—Comerás.
Nada más llegar a la sala, la mesa se llenó de carne asada, mantequilla, panes, vino y fruta.
—La comida no me va a entrar, apenas me llega aire a los pulmones. —  Anthony  se pasó ambas manos por el cabello,  y comenzó a pasearse por la sala.
—Llevo años observándote y aunque durante estos años he buscado razones lógicas para lo que veía, hoy las has deshecho todas, en un momento has confirmado mis sospechas.
—Madre…— Anthony miró a su madre, desconcertado, jamás hubiese pensado que alguien lo hubiera notado.
—Sé muchas cosas y las he callado por el bien de todos.
—Madre, yo no sabía… — la culpa comenzaba a roerle por dentro. Todo su autocontrol se estaba yendo al traste. Había perdido los estribos al saber que ella no estaba. Había dejado al descubierto muchas cosas. Para él todo eran emociones nuevas y no estaba seguro de poder controlarlas.
—Come y déjame hablar. Antes de tu marcha, el laird del clan McDouglas ya había pedido a tu padre su mano. Kennet no se decidía, no había sabido nunca nada de ese clan y le parecía pronto. Pero Liam insistía e insistía, ofrecía cosas y regalos, como has visto la comida escasea y… — Margaret hizo una pausa, no estaba planteando bien las cosas, dicho así parecía una venta, un trueque y en cambio era un buen partido, ella se iba a casar con un laird.
¿Por qué nadie me dijo nada? – Anthony dio un golpe en la mesa con su puño. 
—Come – fue la respuesta serena de su madre. La furia de Anthony no parecía afectarle. — Tú no eres nadie para decidir eso, deciden los lairds y tú aun no lo eres. Tu padre decidió que era una buena ocasión para ella. Un mes después de tu marcha tu padre aceptó.
—¿Qué dijo ella? – no debía haber preguntado, no estaba preparado para oír la respuesta.
—No protestó, acató la decisión de tu padre, como deberías hacer tú.  — le comentó su madre. Las últimas palabras sonaron  como una orden, no había ese tono suave que Margaret había usado durante toda la conversación.
Por lo que era capaz de sentir, ella no podía estar bien allí, de eso estaba seguro.
—Hace un  mes, volvió Liam— siguió contando su madre — y quiso que ella fuese a hacerle una visita. Tu padre la mandó con diez hombres y sus doncellas. Hace unas semanas  empecé a preocuparme porque no volvía y mandé a un hombre de mi confianza. Aun espero su vuelta.
—Yo mismo iré a buscarla, ahora mismo. – Anthony se levantó de la mesa de un salto, la determinación de su decisión no tomó por sorpresa a su madre.
En el patio comenzó a levantarse de nuevo el alboroto. Anthony caminó hacia la ventana. Tal vez el aire le refrescase. La gente se amontonaba alrededor de unos hombres a caballo.
—Maldita sea, mis hombres han llegado. Greg nunca me obedece. Esta vez me las pagará. – Anthony golpeó el alfeizar con el puño.
—Volviendo al tema. En otra ocasión te pediría que abandonases tu descabellada idea de viajar hasta territorio McDouglas sin haber dormido en toda la noche pero si te sientes con fuerza, tienes mi permiso para marchar. Estoy muy preocupada.
—No te preocupes, estoy listo. Voy a bajar a pedir explicaciones al zoquete de Greg y luego partiré.
—Gracias hijo mío. Que Dios te de fuerzas para este nuevo viaje.
Margaret abrazó a su hijo, su cabeza descansaba en el pecho de Anthony y éste le deposito cariñosamente un beso en el cabello.
—Yo te la traeré de vuelta.
Y dicho esto se dirigió hasta el patio con la intención de sermonear a  Greg por no acatar sus órdenes. Al llegar al portón de entrada vio que su caballo ya no estaba en el patio donde él lo había dejado, estaba seguro de que algún mozo de cuadra se estaría ocupando de Trueno. Esbozó una leve sonrisa, ese animal se merecía un descanso.  
    Greg se separó del grupo y se acercó a Anthony en cuando le vio salir de la casa.
—Una vez más. No me hiciste caso. No sé porque me sorprende, siempre haces lo mismo. — le dijo con una ligera sonrisa.
—En cuanto les dije a los hombres que había vuelto sin descansar, decidieron hacer lo mismo. – Greg se encogió de hombros en aptitud inocente. – y bien, ¿has solucionado las cosas?
—No, aun no. Mi “cosa” esta en el clan McDouglas.
—Y piensas salir corriendo hasta allí. Eso está bien lejos.
—Sí, ¿porqué?, ¿piensas seguirme?
—Tal vez.
—Entonces será mejor que comas algo, que en eso ya te llevo ventaja.
—Comeré por el camino. ¿Cuándo nos vamos?
—Ya.
—En ese caso cambiaré de montura, no quiero reventar a mi caballo.
—Me parece buena idea, te veo en las caballerizas. – no quería cruzarse de nuevo con su padre. Sin lugar a dudas no aprobaría su salida y no estaba dispuesto a perder el tiempo en discusiones. Ya acataría las discusiones y las consecuencias cuando ella estuviese allí.

Entre los muros de Stongcore se preparaba la fiesta de bienvenida. Todo era poco para los héroes de la batalla, gracias a su participación se había conseguido erradicar a los ingleses de las Highland. Las mesas se llenaban de los mejores platos, el mejor vino y los mejores postres. La escasez ya no se notaba en las mesas.


  *****

—Maldita seas mujer, deja de llorar. – aquel hombre le doblaba en tamaño, su voz era pura cólera, pero ella ni siquiera le oía. Permanecía sentada en el suelo a los pies de su cama, abrazada a sus rodillas y con el rostro hundido entre ellas. Su llanto hacía enfurecer cada vez más al hombre que había entrado en la habitación, pero a ella parecía no importarle.
Una mano agarró fuertemente su brazo, le hacía daño, la zarandearon ordenándole nuevamente que cesara su llanto, no obstante su mente estaba ajena a todo. Alzó su rostro hasta mirarle a los ojos,  y recibió un fuerte empujón que la dejó tirada en el suelo. Una vez más, no hizo intento de moverse, permaneció en la misma postura en que había caído, sollozando.
—Parece un muerto – murmuró uno de los guardias de la puerta.
— Morirá llorando, jamás le permitiré que abandone mis tierras. – tras estas palabras un golpe le indicó que la puerta se había cerrado, de nuevo estaba sola.
Ya no tenía fuerzas para buscarle, ya no podía hacer nada. Sus energías habían llegado al límite, si intentaba algo más, no estaba segura de que pudiera seguir viviendo para esperarle.

  *****

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